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El Ejército y el cambio de régimen | Artículo

El presidente Andrés Manuel López Obrador prometió, tanto en campaña como al inicio de su gobierno, un auténtico cambio de régimen, en el que lo que se modificaría radicalmente sería la relación que existía entre el poder político con el económico. En esa medida, habiendo transcurrido ya dos terceras partes del periodo constitucional de su mandato, ya inicia el análisis de cual será su legado al país en esa misión.

Lo preocupante en esta materia es que el cambio de régimen no se dio en términos de una mayor democratización del país; en sentido contrario, el Ejecutivo decidió ejercer el poder desde una de las versiones más verticales del presidencialismo mexicano en las últimas décadas. En efecto, la principal tarea que ha asumido el presidente es concentrar cada vez más poder a fin de garantizar margen de maniobra y capacidad de toma de decisiones para su proyecto.

Desde esta perspectiva, el presidente decidió ejercer el poder desde una sola visión del país, negando con ello la enorme pluralidad y diversidad de visiones que existen en el territorio nacional, desde una retórica que pretende unificar en visión y propósito a lo que él llama la “voluntad popular”, imponiendo la lógica del pensamiento único.

En lo económico tampoco ha habido transformaciones relevantes. Antes bien, se radicalizaron las políticas de corte neoliberal: se incrementó la cantidad de dinero transferido de manera directa a las personas, y se mantuvo la más férrea ortodoxia macroeconómica, negándose además la posibilidad de una reforma fiscal integral, que garantizara la progresividad y resolviera estructuralmente la anemia de la hacienda pública.

En lo que sí hay un cambio radical, y que implicaría de manera relevante un componente central para un cambio de régimen, es la modificación estructural de la naturaleza, estructura orgánica y de funciones de las fuerzas armadas en el país. Y esto va mucho más allá del tema recientemente debatido de la presencia del Ejército y la Marina Armada de México en tareas de seguridad pública en todas las calles del país.

La cuestión que está asociada a lo anterior, es la construcción de un nuevo complejo militar-industrial que puede resultar terriblemente perjudicial para la democracia mexicana. Pues si el propósito inicial del gobierno era separar al poder político del económico, de manera paradójica ahora se está fusionando una nueva lógica de poder económico-militar inédita en la historia de nuestro país.

El tema tiene diferentes aristas. La primera de ella está relacionada con el control directo, que incluye lo administrativo, presupuestal y operativo en áreas que en la mayoría de las democracias están bajo el control del poder civil: administración y operación de aeropuertos: administración y operación de puertos mercantes; y administración y operación de aduanas. Y de continuar las cosas como van, próximamente estaríamos también ante la operación militar de una línea área de transporte comercial de pasajeros.

La segunda arista es haber convertido al Ejército en un competidor directo en la industria de la construcción: se le encargó la construcción del AIFA; de la refinería de Dos Bocas; del tren Maya, del Corredor Trans-ístmico y de una cantidad ya incontable de obras públicas que van desde sucursales del Banco de Bienestar, hasta carreteras y caminos en diferentes regiones del país.

Finalmente, la tercera arista es la propiamente militar, pues el Ejército continúa administrando empresas y actividades propias de su naturaleza constitucional original, y que van de la producción de armamento, hasta su importación, comercialización y regulación en el territorio nacional.

Lo anterior implica una doble fuente de recursos para las Fuerzas armadas: por un lado, lo proveniente del presupuesto público, y por el otro, la generación de nuevos recursos a partir de los negocios comerciales que se le han encargado, que incluyen por supuesto, los ingresos del AIFA, así como lo que llegue a generarse en las empresas que se le están asignando.

En esa segunda arista existe una complejidad mayor, pues el Ejército, en tanto operador de empresas comerciales, estará en relación directa con agentes económicos de diversa índole, de los cuáles será acreedor, proveedor y comprador. Pero eso implica que entrará a una lógica de negociación que, en primer lugar, abre la posibilidad de varios frentes de corrupción, pero para el sector privado, la dificultad de negociar con personal uniformado y armado. Es decir, negociar con un militar implica negociar con alguien que porta rango y armamento, y eso representa una singularidad anómala para el funcionamiento de la economía.

En su mensaje de despedida, el presidente norteamericano Dwight Eisenhower, alertaba a la nación norteamericana y al presidente Kennedy: “En los consejos de gobierno, debemos estar alerta contra el desarrollo de influencias indebidas, sean buscadas o no, del complejo militar-industrial. Existe y existirán circunstancias que harán posible que surjan poderes en lugares indebidos, con efectos desastrosos”. Y en otro pasaje sostiene respecto del complejo militar-industrial: “Su influencia total (económica, política, incluso espiritual) es palpable en cada ciudad, cada parlamento estatal, cada departamento del gobierno federal”.

El presidente López Obrador ha elegido el sendero del militarismo como marca esencial de su gobierno. Y por más que sostenga en su cotidiano aparato propagandístico que no hay una militarización del país, lo cierto es que el “no somos iguales” no alcanza para evitar que haya la tentación de poderes que siguen actuando en el país, intenten incidir perniciosamente en esta nueva lógica militarista en que se encuentra México.

Una de las mayores responsabilidades del presidente López Obrador se encuentra en garantizar la vigencia y pervivencia del Estado democrático de derecho; y para que eso ocurra, es necesaria más y más ciudadanía; más y más condiciones de paz y convivencia civilizada; y más y más pedagogías democratizadoras de la vida pública nacional; y en sentido opuesto, lo urgente es menos criminalidad y violencia; menos corrupción; menos fragilidad institucional y fiscal del Estado; y menos presencia militar en las calles.

Estamos ante una de las vertientes de acción más complejas para lo que resta de la presente administración; y si en ella el Presidente comete errores, las consecuencias para nuestro país pueden ser además de funestas, incalculables.

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