De no haber salido de Colombia, tal vez Margarita García Robayo (1980) habría sido abogada o una escritora muy distinta a la que hoy es. Actualmente, gracias una literatura íntima y multidireccional temas, la narradora radicada en Buenos Aires ha construido una voz potente y profunda que descoloca al lector en tanto que a tras de un argumento en principio simple suele a ver una serie de subtemas que tocan fibras tan íntimas como la identidad o la familia.
Su nueva novela La encomienda (Anagrama), nos muestra a una mujer que vive lejos de su ciudad natal. Mientras busca una beca para ir a Holanda mantiene una peculiar relación con su hermana, a través de sus pláticas, la protagonista desarrolla una serie de disertaciones y monólogos internos que casi sin saber apuntan a una reconciliación con un pasado que ella insiste en negar.
Ganadora de los premios Casa de las Américas (2014), por Cosas peores; y PEN Award, por Tiempo Muerto, García Robayo reconoce en la literatura una actividad trasgresora y que le permite camuflarse.
La narradora de La encomienda es una joven que toma consciencia de sus contradicciones y relaciones familiares mientras narra la novela. ¿Sentiste un proceso similar mientras la escribías?
Fue una novela que tuve en mente durante mucho tiempo. Me interesaba hablar de la gente que se va de su país de origen y que por poner distancia de por medio cree que deja atrás sus relaciones afectivas, la realidad es que esto no sucede. El pasado nos acompaña siempre y hay que ver cómo se transita con eso.
Generalmente la familia no es como uno pensaba y eso lo descubrimos con el tiempo.
Sí, siempre hay otra lectura posible de lo que sucede con la familia. Conforme uno crece y madura empieza a ver las cosas de manera distinta. Uno de los personajes de la novela entiende que quizá crecer significa transformar toda la irritación que produce tu madre, hermana, ciudad o país, en ternura, creo que esa es una de las pulsiones del libro. Al final, La encomienda es sobre el crecimiento emocional de alguien que comienza a reconciliarse con aquello que antes le molestaba.
La protagonista quiere ser escritora, La encomienda es también una reflexión sobre tu proceso creativo, ¿no?
Pese a ser a una novela corta tiene muchos temas, es el formato que más me gusta: libros cortos, pero gordos en cuanto a la cantidad de temas que toca. El oficio de la escritura cada vez me interesa más, primero porque me toca directamente y segundo porque creo que en el resultado final del texto está implícita la condición material de su producción, las condiciones en las que escribimos lo permean. No creo que sea igual una novela sobre la familia escrita en Noruega, a otra escrita en México o Lima. La encomienda, por ejemplo, fue escrita durante la pandemia de una manera urgente y para mí esa especie de rapidez está en lo que quedó. Al mismo tiempo, quería hacer un planteo sobre lo real, como si fuera desdeñado. No me importaba tanto lo fáctico, en comparación con lo que a ella le pasaba en su interior, quería hablar de los mecanismos del pensamiento que son todo menos simples.
¿Cómo te influyó el confinamiento en la construcción de la atmósfera de la novela?
Mucho, la escribí de madrugada porque no tenía sueño. No es una novela sobre el encierro, sin embargo, es opresiva. Me encantan las novelas que dejan que el lector haga sus propias interpretaciones, me he encontrado con lectores que aseguran que en realidad ella nunca sale. Si bien ella tiene una vida afuera y un mundo funcional en su exterior, también cabe la sospecha que no tenga nada de eso y esté encerrada.
¿Te sentías reflejada en la revisión del pasado de la protagonista?
Cuando escribo entro en un universo distinto y que no se cruza con lo que me pasa en la vida real. Ahora bien, antes de empezar la escritura tomo muchísimas cosas reales. Lo que ahora llaman autoficción, no me interesa como resultado, pero el procedimiento me parece muy atractivo y lo uso todo el tiempo. Para hacer un arroz con pollo, al principio tengo los ingredientes por separado, pero al mezclarlos el resultado es otra cosa. Por supuesto hay elementos de esa madre que se parecen a la mía o elementos de la narradora que se parecen a mí, pero en la construcción de la ficción tomas decisiones que te alejan de la realidad.
¿Por qué ahora se habla y reniega tanto de la autoficción cuando siempre ha existido?
No sé, ahora es como una vulgaridad. No sé estrictamente que es el autoficción, aunque yo la he utilizado. En realidad, es algo que siempre ha estado, Dante hizo autoficción, pero el primero en ponerle ese nombre fue el francés Serge Doubrovsky. Cuando escribió su novela Hijos, le preguntaron si hablaba de los propios y respondió que no, que era una ficción de acontecimientos reales. Me encanta la definición porque trasgrede, siento que es un género cuyo pacto de lectura es trasgresor y ambiguo. Al final la escritura es como un disfraz que te permite camuflarte. Si algo me interesa de la literatura es que te permite subvertir todas las versiones que se dan por ciertas y son reales.
Bueno, tu libro de ensayos En primera persona juega con todo esto…
Sí, fueron años de jugar con esa idea, entonces le llamaban testimoniales, siempre me han puesto nerviosa las clasificaciones o nombres, por eso la protagonista de La encomienda no lo tiene. Escribí aquellos textos para una revista en la que trabajaba.
¿La encomienda se debe también a tu sensación de extranjería?
Sí, es un tema que me parece muy rico y ligado a mí historia personal. Si no me hubiera ido de Colombia a Argentina posiblemente hubiera sido otra cosa. Estudié derecho, vengo de una familia super convencional, de ser escritora sería una escritora muy distinta. Me fui y me dediqué a la literatura, entonces no puedo divorciar ser migrante de ser escritora. Creo que es un terreno para seguir explorando, quien se va de un país o pueblo a otro, no consigue construir un sentido de pertenencia en ningún lugar, renuncias a sentirte parte de algo y lo peor es que cuando vuelves ya no sientes tu lugar de origen como tuyo; es como cuando creces y regresas a la casa de tus padres, ya la ves diferente. La migración te obliga a construir un país propio, individual y solitario, además tienes que construir un lenguaje propio, tal vez por eso el país de un escritor que migra es el lenguaje que consigue construir.
¿Qué sobrevive de la estudiante de derecho en ti?
Probablemente la rebeldía… no sé, siempre tuve claro que no quería estudiar eso, pero está el deber ser. Mis padres no me obligaron, pero sentía que debía hacerlo. Además, en Cartagena me sentía ridícula diciendo que quería ser escritora, por eso nunca se lo dije a nadie y lo mantuve en secreto. Al menos en el entorno en el que crecí es un oficio envuelto todavía de solemnidad, te obliga a contar con una formación que nunca tuve o a ser un erudito. Yo me hice escritora porque iba agarrando de lo que podía y a fuerza de querer serlo.
¿Ahora qué dice tu familia?
No sé, es rara la relación. Ahora les encanta y les parece bien, no creo que me lean y hacen bien. Cuando voy a Cartagena me encuentro con gente que desconozco y me aseguran que son algún personaje que creé. Inevitablemente la gente se siente interpelada con mi tipo de escritura.
Tu familia se podría sentir interpelada…
Por supuesto, duré algunos años peleada con mi madre por una novela, cuando todavía me leía. Después hubo un momento muy lindo de reconciliación. Fue a una charla porque después íbamos a almorzar, después de que me escuchó hablar de mi procedimiento de trabajo y dar cualquier excusa para hablar de la inmoralidad de este oficio, me dijo: “sabes qué, ahora entiendo lo que haces, no sé si me interesa, pero lo entiendo”. Fue bonito porque la reconciliación se produjo a partir del entendimiento, no de la aceptación.
Hoy nos falta entendimiento y no aceptación o resignación.
Sería genial que nos entendiéramos, pero hoy parece una utopía. Aceptar es una palabra muy fea, todo el tiempo aceptamos contra nuestra voluntad; aceptamos lo que se nos impone y toda imposición es violenta.