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La muerte de Tina Modotti en la novela de Claudia Marcucetti

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- “Fuego que no muere” es una novela apasionante, narrada con descripciones lúcidas cuyo suspenso atrapa desde las primeras páginas, abordando como tema la muerte súbita hace 80 años en México de la gran fotógrafa Tina Modotti, italiana igual que la autora Claudia Marcucetti Páscoli, escritora quien nos vuelve a sorprender con su prosa impecable. 

Luigi de Chiara, embajador de Italia en México, y la autora presentarán este nuevo libro el miércoles 16 de noviembre en el cine Lido del Centro Cultural Bella Época, acompañados de la fotógrafa Graciela Iturbide, la primera actriz Claudia Ramírez, Isabel Revuelta Poo, Carlos Vidali y Gastón García Marinozzi (www.planetadelibros.com.mx).

La cita es el 16 de noviembre en la Librería Rosario Castellanos en Bella Época, avenida Tamaulipas 202, colonia Hipódromo Condesa, a las 19 horas. A continuación, ofrecemos para nuestros lectores un fragmento del primer capítulo de “Fuego que no muere” (Editorial Planeta, 480 páginas), de Claudia Marcucetti Pascoli, nacida en La Spezie, quien reside en la Ciudad de México. Otros volúmenes suyos: el ensayo “Apuntes de viaje”, los relatos “¡Lotería!”, y las novelas “De lecturas y vidas. 80 entrevistas sobre el poder de los libros”, “Los inválidos”, “Heridas de agua” y “Donde termina el mar”. 

El retrato que no fue

En el lejano 1942, ella reposaba con un seno descubierto bajo la sábana blanca cuando, cámara en mano, me le acerqué.

Al observar sus ojos cerrados y las arrugas de su frente, me pareció una mujer que había fruncido el ceño más que sonreído y me prometí retratarla en toda la hermosura de su sufrimiento.

No la había imaginado así, como aparecía en el lente a través del cual recortaba mi realidad, pero eso es la fotografía, la ocasión de mostrar lo que no es evidente, si bien en ese momento se reducía para mí a una sola idea: estaba frente al único modo de poseerla. El único modo de eternizar su presencia. Eso también es la fotografía: una manera de adueñarse del tiempo; al igual que la memoria, un artilugio capaz de detener la más etérea e implacable de las dimensiones. Un clic y sería mía para siempre, pensé entonces. Incluso cuando ya no estuviera yo en este mundo y a pesar de ella ya no podía ser de nadie.

Por un instante me debatí entre descubrir el pecho escondido o taparle el más travieso. Pensar en tocarla, aunque fuera rozar su piel, cansada y añorada a la vez, me provocó una inesperada excitación. O tal vez me emocioné a causa de ese seno indómito que se asomaba, inconsciente e inocente, burlando la tela destinada a cubrirlo y que, más allá del desenfado de su pezón oscuro, no lograba llevar su alegría al resto del cuerpo.

Cuando me percaté de mi más incontrolable firmeza, no tuve tiempo de reprimir esos inoportunos instintos, que un portazo me devolvió al presente. Apurado, mas decidido, sostuve la cámara que mi madre me había regalado unos meses antes, en ocasión de mi cumpleaños número dieciocho, y retomé el encuadre del objetivo que venía estudiando hace rato. No alcancé a apretar el obturador cuando mis ilusiones eróticas, así como la posibilidad de inmortalizar al objeto de mis deseos, se desmoronaron al escuchar la voz de mi padre aproximarse.

–¿Otra vez escudriñando a los muertos? –vociferó imperioso el doctor Zárate asomándose detrás de mí con su bata blanca y el malhumor que lo caracterizaba.

–¿Qué le pasó a…? –balbuceé señalando con la mano a quien no me atrevía a calificar, ni siquiera en mis pensamientos, con el nombre que mi progenitor le daba a los cadáveres de sexo femenino: “la occisa”.

Muerta, una mujer muerta y desnuda. No que fuera el primer cadáver que veía, pero era el primero que había deseado conocer, el primero que me provocaba un deseo, que tuve que reconocer enfermo y potente a la vez. No era un cuerpo sin vida, era una vida sin cuerpo.

–Ya lo averiguaré –declaró el forense titular de la morgue del más importante hospital capitalino con su mano armada con bisturí, mientras su asistente, el doctor Sol, destapaba sin miramientos a la mujer que unos minutos antes me había estremecido.

No tuve la fuerza para presentar esa carnicería, al parecer la tercera faena practicada en quien se convertiría así en una víctima más de los procedimientos de mi padre, y me aparté de la plancha donde el par de insensibles solía destazar los cuerpos que llegaban a sus manos. La única vez que me atreví a mirar una de las disecciones casi me desmayo, por lo que no quise ni imaginar qué sentiría ahora. Mejor reculé al único escritorio de la sala, tan ordenado como su usuario, para volver a la noticia que me había llevado allí esa mañana:

TINA MODOTTI FALLECIÓ EN FORMA EXTRAÑA Y REPENTINA EN UN AUNTOMÓVIL

“Tina Modotti, muy conocida en México como lideresa comunista y por haber sonado mucho su nombre cuando fue asesinado Julio Antonio Mella, también inquieto estudiante de tendencias radicales, falleció en la madrugada de anteayer en forma repentina.

“Vivía Tina Modotti en la casa número 157 de las calles del Doctor Balmis, al parecer en compañía de Carlos Jiménez Contreras, y por las averiguaciones hasta ahora practicadas parece que comenzó a sentirse indispuesta con agudos dolores de vientre, tomó un auto de alquiler para dirigirse al Hospital general, que se encuentra cerca de su casa, pero en el camino falleció.”

Así comenzaba la nota ubicada en el extremo superior derecho del diario “El Universal”, cuyo encabezado de segunda sección rezaba de caracteres cubitales APREHENSIÓN DE AUDAZ BANDA DE ASALTANTES y, más abajo, retrataba a la esposa del “señor presidente” envuelta en pieles, retratando juguetes a hijos de soldados y policías.

Ciertas escenas no cambian, es cierto, pero entonces no emití juicios, tan solo observé la foto que coronaba la crónica de la única muerte recortada ese miércoles 7 de enero de 1942. Un rostro ovalado –con cejas perfiladas, boca apretada, cabello recogido de raya en medio y frente pequeña pero luminosa– se me ofreció sin narcisismo alguno, desapegado de las noticias que lo asediaban. Tenía la mandíbula contraída y una velada tristeza en los ojos. ¡Cuántos datos podía proporcionar una foto! ¿Sería por eso que me apasionaba la fotografía? Tanto la artística como la llamada “nota gráfica”, cada vez más presente en los diarios de la época y extremadamente útil para comunicar con un público en buena parte analfabeta. Secuencias, las de las notas gráficas, que si uno era atento a sus particulares podían revelarle la información más precisa. Tanto que la policía comenzaba a considerar la fotografía como una herramienta indispensable para la resolución de cualquier crimen, más fidedigna que un testigo presencial.

A propósito de testigos, apunté en la libreta que siempre traía conmigo la dirección de Balmis 137 y el nombre que nunca había escuchado: Carlos Jiménez Contreras. Después le di vuelta a las páginas del rotativo más leído en la Ciudad de México hasta encontrar la continuación de la nota, remitida a su última hoja:

“Como esta muerte no deja de ser sospechosa por la forma en que ocurrió, la autopsia vendrá a definir la causa del deceso, pues pudiera ser que hubiese sido envenenada por manos criminales o bien que se debe a un mero accidente. La averiguación correspondiente ha quedado a cargo de la Procuraduría del Distrito Federal.

“Era Tina Modotti de nacionalidad italiana, y además de sus actividades comunistas, que parece no abandonó hasta lo último, se dedicaba a la fotografía, actividad en que tuvo algunos éxitos. Cuando fue abatido su amante, Julio Antonio Mella, en las calles de Abraham González, iba en su compañía.”

Julio Antonio Mella. Justo la tarde anterior, cuando la noticia de la muerte de Tina recorría el mundillo periodístico de la ciudad, Enrique Díaz Reyna me mostró las fotos que había tomado trece años antes, durante el juicio por el asesinato del cubano ese, en el que Tina Modotti había resultado sospechosa mientras yo todavía era un imberbe sin la menor idea de que mi más grande anhelo sería convertirme en fotógrafo. Esa pasión la descubrí aquí, en la morgue, el día que encontré al fotorreportero conocido como “el gordito” Díaz, fundador de la primera agencia de los periódicos del país. El único hombre que, con su sonrisa amable y la sutil adulación con que se adornaba sus palabras, conseguía sobornar a mi padre para que lo dejara inmortalizar a sus helados huéspedes. Fue en el mismo instante en el que Enrique Díaz me permitió usar su cámara que supe a qué quería dedicar mis días, y mis tardes y mis noches también. Al mirar a través del lente convexo de su anticuada Graflex entendí que ese mágico artefacto no solo me descubría el mundo, sino que me otorgaba la posibilidad de cambiarlo. (…)

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