MONTERREY, N. L., (apro).- La industria del cine es la de la perdición. Quien se interesa en este negocio está condenado a ser devorado por un implacable sistema corrupto y decadente del que nadie escapa.
Babylon (Babylon, 2022), la nueva extravagancia del realizador Damien Chazelle es un abigarrado viaje por la transición entre las décadas de los 20 y los 30, cuando la forma de hacer películas cambió por completo, con el paso del cine mudo al sonoro.
En una primera larga escena se presenta una orgía monumental, en casa del actor de moda Jack Conrad (Brad Pitt), que es auxiliado por su asistente Manny (Diego Calva), y a donde se cuela la aspirante a actriz Nelly La Roy (Margot Robbie). Con inspiración en los desenfrenos de Fellini, y pinceladas oníricas y escatológicas de Passolini, se muestran estampas de lo que era la vida disipada, en esa época y en ese lugar, donde el objetivo entre la comunidad artística era obtener placeres en una atmósfera de depravación. En el paroxismo de la fiesta, un elefante irrumpe en la sala.
Hollywood era como la misma Babilonia de la antigüedad, un sitio de perdición entre personas llegadas de sitios remotos, con culturas y costumbres extraños, como los actores y los técnicos. En la bacanal, abundan los cuerpos desnudos de hombres y mujeres apareándose sin recato y a la vista de todos.
Establecido el tono de la historia, en la que abundan viñetas de obscenidades, se construye una trama tan dispersa que no conduce a ningún lado, con ramificaciones que se quedan truncas.
Hay un interés manifiesto por mostrar la perversidad que hay detrás de la cámara. La gente ve gente una película romántica y emocionante, pero ignora que lo que hay en el proceso creativo está plagado de suciedad moral. Nadie se percata de la vulgaridad que entraña el trabajo técnico para crear las glamorosas producciones que se presentan en pantalla, para el deleite del mundo.
Interesado en desnudar la intimidad de su oficio, Chazelle explica cómo es el ascenso y descenso de las estrellas, en la lista de celebridades de la Meca del cine, con una meticulosa recreación de los sets y los procedimientos que había, cuando se filmaba, primero en blanco y negro, y sin sonido, y luego en color y con audio.
Pero se da tiempo para hacer su propio homenaje al Séptimo Arte, lo que pretende ser el Cinema Paradiso del nuevo milenio, un intento que queda muy por debajo de la joya de Giuseppe Tornatore. Así como Toto se enamoró del oficio de Alfredo, Jack hace su propia reflexión sobre el impacto que tienen las películas en millones, y cómo la gente adora la ficción, como un anhelo constante para evadirse y ensoñar.
Sin embargo, aquí el discurso se queda muy corto y la disertación del amor de la gente por la pantalla, pasa por superficial filosofía de ocasión, una visión simplista, y pretendidamente profunda, de lo que significa fabricar las ilusiones que se materializan en una sala de cinematografía.
Con más de tres horas de duración, al final, la cinta trata de reinventarse, con un extraño giro, concentrándose en un músico de color. Lo que era un paródico relato de excesos, con personajes dolorosamente ridículos, en forma de comedia decadente, se vuelve solemne y oscuro. Pero luego, para cerrar con energía, incorpora otra trama aún más desconcertante de sesgo criminal, lo que parece confirmar que se ha atestiguado un gran desastre creativo, con un gasto excesivo de recursos, aunque con actores de primera línea y una preciosa recreación de la época.
El epílogo es un pronunciamiento personal de Chazelle, para expresar amor por el cine, pero lo hace en forma de un collage, que parece ser una fallidísima recreación del desenlace de Cinema Paradiso.
Queda, en el desfile de créditos de Babylon, la sensación de una falla monumental de un realizador brillante que hizo su cinta más íntima, aunque, también, la peor en su luminosa trayectoria, que incluye títulos memorables como Whiplash, El Primer Hombre y La La Land.