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“Nope” – Proceso

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Se anuncia como la película más taquillera del momento y no sin razón: Nope (EU, 2022) reanima la exánime corriente de blockbusters veraniegos sobrecargados de franquicias y descomunales efectos especiales; esta tercera cinta de Jordan Peele luego de ¡Huye! (Get Out, 2017) y Nosotros (Us, 2019) se vale de una mezcla de géneros, horror y ciencia ficción, para proponer una revisión conceptual del cine de entretenimiento, el rol de la población afroamericana espectadora y espectáculo en sí misma.

Aunque menos eficaz que sus largometrajes anteriores, Nope es el más ambicioso, su cometido es ser visto como el Tiburón (Jaws, 1975) del cielo, con esa nube inmóvil que esconde quizá una nave alienígena capaz de tragar todo lo que camine por el rancho Haywood Hollywood Horses, nombre del negocio que heredan los hermanos OJ (Daniel Kalluya) y Emerald (Keke Palmer), dedicado a adiestrar caballos para cine y shows televisivos.Al padre lo mató una moneda que cayó del cielo y lo atravesó como una bala, porque el horizonte en el que se desplazan el horror y la ciencia ficción como tornados (que no llegan a ser tan devastadores) es el del western, mismo que la cámara del cinefotógrafo Hoyte van Hoytema escenifica a la manera de los grandes clásicos del género.

En cuanto los hermanos descubren la amenaza extraterrestre intentan combatirla, y condicionados por el negocio del espectáculo no resisten filmar el show para sacar el mayor provecho; llega un trío de veteranos y expertos, cámaras, circuitos cerrados, celulares por doquier; el alien, evocación también de la legendaria cita de Spielberg, es objeto de la cámara a la vez que se refieren a él como público. Aunque bien interpretados por Kalluya y Keke Palmer, los hermanos, introvertido el uno y extrovertida la otra, representan estereotipos de la juventud afroamericana actual; el guion aprovecha el contraste con una dinámica que evoca un tanto al rap.

Tema recurrente en las cintas de Peele es la inseguridad y el riesgo constante en el que vive la población negra americana; la metáfora de la que se vale es el género cinematográfico mismo: secuestradores de cuerpos, dobles, extraterrestres devoradores; en sentido político su cine es tributario de Spyke Lee, aunque no debe pasarse por alto que, del lado materno, Jordan Peele desciende de una familia blanca de colonizadores de cierto abolengo. Su gusto por el medio va más allá de la denuncia y se abre, cada vez más, a la reflexión de la mera creación cinematográfica.

Peele es consciente de que poner a los miembros de esta familia afroamericana como descendientes directos del jinete negro de las fotografías en movimiento de Eadweard Mybridge –el extravagante artista fotógrafo británico, quizá el verdadero pionero del cine–, sólo funciona como hipérbole en sentido político que acusa la explotación de la negritud como parte de un espectáculo; la referencia, en cambio, es rica si se piensa que condensa elementos de la mitología americana, caballo, cowboy, fascinación por la imagen en movimiento, exploradores de nuevos territorios.

Y aunque declara cómo la población negra americana ha sido triturada en la formación de la nación, Peele apunta a la compulsión de negros y blancos de ver y ser vistos, de hacer de todo un espectáculo y nunca dejar de ser parte del show.  

Crítica publicada el 11 de septiembre en la edición 2393 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

 

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