La situación de la prensa en México ha venido empeorando.
A la crisis económica de los medios, la precariedad laboral de miles de reporteras y reporteros, las condiciones de inseguridad y violencia que prevalecen en el país, y las agresiones, amenazas y asesinatos de periodistas, se ha sumado la hostilidad de un presidente intolerante a la crítica.
Ya es un lugar común decir que México es el país sin conflicto bélico más peligroso para ejercer el periodismo.
Y con demasiada frecuencia suceden hechos que obligan a repasar el tema y levantar la voz.
Esta semana fue el atentado en contra de Ciro Gómez Leyva, conductor del programa matutino de Radio Fórmula y del noticiero nocturno de Imagen televisión, a quien unos sicarios atacaron con armas de fuego a unos metros de su casa.
“Me salvó el blindaje de mi camioneta que yo manejaba”, escribió Ciro a las 11:30 de la noche del jueves, 20 minutos después de que dos personas montadas en una motocicleta le dispararan con la clara intención de matarlo.
La agresión es una de cientos que ocurren al año en este país en contra de comunicadores, pero no es un ataque cualquiera.
El atentado demuestra que el periodismo mexicano vive amenazado no sólo en territorios dominados por el narco, y que quienes deciden silenciar a un periodista no sólo van por los reporteros locales -ciertamente los más desprotegidos-, sino que pueden atacar incluso al conductor de uno de los programas radiofónicos de mayor audiencia.
Que Ciro Gómez Leyva sea, además, un periodista evidentemente incómodo al gobierno actual, y objetivo frecuente de los insultos, difamaciones y estigmatizaciones mañaneras del presidente, agrava más las cosas y obliga a preguntar, de nuevo, sobre las consecuencias del discurso presidencial en contra de la prensa crítica y el periodismo libre.
De manera prudente, Ciro Gómez Leyva ha dicho que no tiene razones para responsabilizar a nadie por el ataque en su contra.
Tiene razón, pero en un país donde se han asesinado a 12 periodistas en 2022, (para sumar 37 en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador), resulta imposible desligar el atentado del contexto.
México es un país donde se han asesinado a 157 periodistas del año 2000 a la fecha; donde la enorme mayoría de reporteras y reporteros no tienen camionetas blindadas y en el que decenas de periodistas locales deben desplazarse hacia la Ciudad de México pensando que aquí estarán más seguros, pero abandonando sus hogares, sus familias, sus redacciones y las investigaciones por las que fueron amenazados.
Las agresiones a la prensa se multiplican, se diversifican en plataformas digitales y redes sociales, se agudizan cuando se trata de compañeras periodistas por el solo hecho de ser mujeres y se materializan en golpes y asesinatos que quedan casi siempre impunes.
Son ataques que generan zonas de silencio, territorios oscuros en los que es imposible que sobreviva una democracia.
A esa grave situación, que ya arrastrábamos desde el sexenio de Miguel de la Madrid (cuando se ordenó desde el poder asesinar a Manuel Buendía), se ha sumado desde 2019 la hostilidad desde la tribuna presidencial.
Al respecto, son varias las advertencias que se han hecho desde las organizaciones internacionales de defensa del periodismo y la libertad de expresión (organizaciones a las que, por cierto, también descalifica el presidente).
En julio de 2022, al condenar el asesinato del periodista Antonio de la Cruz, quien fue acribillado junto con su hija en el estado de Tamaulipas, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, advirtió que estos hechos se insertan en un contexto de hostilidad y maltrato por parte de funcionarios y líderes públicos hacia la prensa, lo que atenta contra su integridad y aumenta el riesgo inherente a su labor.
La Relatoría de la CIDH -que forma parte la Organización de los Estados Americanos- ha denunciado reiteradamente la incapacidad del Estado mexicano para proteger a los periodistas y las insuficiencias del Mecanismo de Protección creado en 2012 y, a partir de este año, ha agregado una nueva inquietud en sus pronunciamientos:
“En un año crítico de violencia letal contra la prensa en México, resulta temerario que los liderazgos públicos y políticos no reflexionen sobre sus discursos y envíen de forma recurrente mensajes confusos, erráticos y contradictorios sobre este tipo de sucesos, lo que contribuye en alto grado al deterioro del debate público”, dice en sus consideraciones hechas en julio pasado.
Por su parte, la organización internacional Artículo 19 expresó el pasado 1º de diciembre su preocupación por la situación de su oficina para México y Centroamérica, pues en el país la libertad de expresión se ejerce bajo asedio, en un contexto de constante agresión y frente a un discurso estigmatizante desde el poder contra periodistas y defensores de derechos humanos.
“Actores de poder nacionales y locales han hostigado y amenazado a la organización y sus integrantes en diversos momentos. Las agresiones más recientes se detonaron con los ataques del presidente desde su conferencia de prensa matutina en 2021. Solo este año, además de esas embestidas desde el poder, la Oficina Regional ha sido objeto de por lo menos 18 ataques”, precisó Artículo 19 en un pronunciamiento.
Los ataques denunciados por esta organización son los mismos que sufre la prensa cotidianamente: procedimientos de acoso judicial, amenazas de muerte, amenazas contra la integridad personal, campañas de desprestigio, ataques digitales, acoso y actos intimidatorios como seguimiento y vigilancia por parte de desconocidos.
Artículo 19, la OEA, la CIDH, Ciro Gómez Leyva y muchos medios y periodistas mexicanos tienen algo en común: han sido presentados en la conferencia de prensa mañanera como enemigos de la cuarta transformación, piezas clave del bloque conservador, cómplices del antiguo régimen, simuladores y “alcahuetes de la corrupción”.
En su reciente Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa 2022, la organización Periodistas Sin Fronteras advirtió lo mismo.
En el ranking de RSF, México ocupa el lugar 127 de 180 países, con una situación difícil para ejercer el periodismo. Es el país 82 en el indicador político, que evalúa el grado de apoyo y respeto a la autonomía de los medios frente a las presiones políticas ejercidas por el Estado, pero ocupa el penúltimo lugar (el 179) en el indicador de seguridad.
En su informe, RSF advierte: “El presidente López Obrador y otras figuras destacadas del Estado han adoptado una retórica tan violenta como estigmatizante contra los periodistas, a los que acusan regularmente de promover a la oposición. Cada miércoles, el gobierno organiza una sesión de ‘¿Quién es quién en las mentiras de la semana?’, un espacio más en el que se intenta desacreditar a la prensa. En sus más de tres años de mandato, el presidente ha criticado a los periodistas por su falta de profesionalidad y ha calificado a la prensa mexicana de ‘parcial’, ‘injusta’, y de ‘desecho del periodismo’”.
Aún más, el director de la Oficina en América Latina de RSF, Artur Romeu, declaró el viernes que el ataque a Ciro Gómez Leyva demuestra que el discurso de las autoridades contra la prensa puede alimentar actos de violencia inaceptables.
“Ya es hora de que el gobierno mexicano cambie de actitud hacia los periodistas”, añadió.
Son muchas las alertas encendidas, muchas las voces que, desde dentro y fuera del país, están alertando sobre el deterioro de la situación en la que se ejerce el periodismo en México.
Un problema que no comenzó en la administración de López Obrador, pero que sí ha cobrado mayor gravedad y relevancia.
En su defensa, el presidente dice que su gobierno no censura a nadie y que en México hay libertades plenas para criticarlo; incluso, se jacta de ser el presidente más atacado de la historia después de Francisco I. Madero.
También dice que su administración acabó con el “chayote” y las relaciones de complicidad basadas en jugosas partidas de publicidad oficial, de las que, efectivamente, se beneficiaron dueños de medios y conductores famosos de televisión y radio durante los últimos sexenios.
Ciertamente, López Obrador redujo significativamente la partida presupuestal destinada a publicidad oficial, pero mantiene los mecanismos de opacidad y discrecionalidad para el reparto de esos recursos, privilegiando a las dos televisoras de siempre y a un periódico “que se porta bien” y apoya su cuarta transformación.
López Obrador no ha mandado cerrar periódicos, correr reporteros y cancelar programas de televisión o radio, pero por qué tendríamos que esperar a que llegue a eso para alertar sobre las consecuencias de sus ataques verbales contra periodistas.
Puede ser genuina -incluso creíble- su mortificación y solidaridad cuando un periodista es asesinado o cuando alguien como Ciro Gómez Leyva sufre un atentado, pero es obvio que a él le preocupa más el peligro que él ve en la prensa mexicana e internacional.
López Obrador está convencido de que una buena parte de la prensa quiere derrocarlo. Y mientras él esté seguro de eso, lo va a seguir proyectando en sus declaraciones mañaneras y predicándolo entre sus muchos seguidores.
Mientras eso ocurre, la situación de precarización, inseguridad y violencia en la que se desarrolla el periodismo mexicano se seguirá agravando.