Nuestra Carta Magna establece que el Poder Ejecutivo de la Unión se deposita en un solo individuo, al que denomina como “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos”. De manera particular, el Artículo 89 constitucional establece el conjunto de facultades que se depositan en el titular del Ejecutivo, las cuales se enumeran en 20 fracciones, lo que da dimensión de la amplitud y complejidad del mandato que tiene quien es elegido para ocupar este cargo.
En nuestra arquitectura constitucional nunca, desde el inicio de nuestro país como nación independiente, se ha incluido la separación de la jefatura del Estado de la jefatura del gobierno. Esta característica, en una cultura política que ha tendido al autoritarismo, ha dificultado históricamente un auténtico tránsito hacia una democratización del Ejecutivo, tanto en su estructura orgánica como en sus criterios de funcionamiento.
También históricamente, la cultura del ejercicio vertical del poder ha llevado a que al Ejecutivo se le ha sido permitido un amplio conjunto de prácticas, en ocasiones más allá de lo constitucional y lo legal, que ha distorsionado gravemente el adecuado funcionamiento del Estado, minando fundamentalmente el principio de la División de Poderes.
John Locke sostenía que el auténtico “poder del pueblo” radicaba en el poder de hacer leyes. Esto, porque a partir de su redacción y vigilancia, teóricamente establecería los límites precisos de la actuación del gobernante. Sin embargo, en nuestro país, aún en la tradición liberal, se ha dado una preeminencia mayor a quien ejecuta la ley a través de las acciones del gobierno, desplazando con ello el “auténtico poder” a quien ocupa la titularidad del Ejecutivo.
En algunos regímenes de poderosas tradiciones presidencialistas, se ha logrado, sin embargo, establecer mecanismos y dispositivos constitucionales y legales de control del Ejecutivo. El caso más notable es el de los Estados Unidos de América, mediante el control efectivo del Presidente a través de los comités tanto senatoriales como del congreso. Pero además, un asunto dejado en el olvido hace mucho tiempo en nuestro país, a través de un poderoso sistema federalista, tal como lo imaginaron originalmente Hamilton, Madison y Jay en aquella nación.
En los ensayos que integran el texto de El federalista, se encuentran tres principios fundamentales que siguen vigentes y que podríamos retomar para fortalecer nuestro régimen democrático: el primero de ellos, es que la construcción de las instituciones puede y debe llevarse a cabo con base en la racionalidad y visión estratégico del gobierno en beneficio de los gobernados; en segundo lugar, que la mejor forma de garantizar lo anterior es establecer límites claros al poder; y en tercer lugar, asociado a lo anterior, que la mejor forma de limitar ese poder es mediante un poderoso sistema de pesos y contrapesos que dan como resultado un presidencialismo limitado, no sólo mediante la División de Poderes, sino a través del fortalecimiento democrático de los gobiernos locales.
Desde esa lógica, lo que ha ocurrido en México ha ido a la inversa de esas ideas: las y los titulares de los Ejecutivos estatales tienen tal debilidad política y financiera, que dependen de una relación de subordinación respecto del Ejecutivo Federal; lo cual se profundiza aún más en el caso de las y los titulares de los Ayuntamientos, los cuales dependen de una relación subordinada o de conflicto con las y los titulares de los gobiernos estatales.
En esa perspectiva, es preciso hacer notar que el presidencialismo mexicano ha logrado mantenerse en una lógica autoritaria a partir de un sui géneris sistema de partidos políticos, el cual se ha debilitado a tal grado, que hoy gira en torno a la “fuerza gravitacional” del Ejecutivo; de tal forma que es más rentable para las presidencias de los partidos de oposición, someterse a los designios presidenciales y administrar la derrota política, antes que a generar estrategias de oposición, legitimidad y representación ciudadana efectivas, que les permita ser competitivos en la disputa por el poder.
Esa es quizá una de las paradojas de nuestra realidad: que, vía procedimientos democráticos, quienes llegan al poder aprovechan su posición y mandato para llevara a cabo regresiones autoritarias y demoledoras de la realidad pluralista y constitucional que, al menos en el papel, se había conseguido en las décadas de brega democrática de un gran número de luchadores y luchadoras sociales.
Es claro que ante el despropósito antidemocrático que nos amenaza, las oposiciones se sienten realmente cómodas, porque se han formado en tradiciones autoritarias al interior de sus partidos, que les lleva a asumir que la lógica del poder consiste en mantener “una buena relación” con la institución presidencial, si esta garantiza el mantenimiento de posiciones y privilegios al interior de sus parcelas partidistas.
Lo peor para el país se refleja en las recientes declaraciones del coordinador de Morena en el Senado de la República respecto de la disminución de su incidencia y control de quienes integran su bancada: “no garantizo futuro para la mayoría de ellos”, sentenciaría el senador Monreal, cuando en una lógica democrática la invocada “garantía de futuro” debería depender de las y los electores y no de figuras que controlan, monopolizan y manipulan a su antojo la nominación de las candidaturas, pero también el control de los recursos para la movilización de estructuras electorales que lleven a los cargos a las y los designados o avalados desde el Ejecutivo Federal.
A lo anterior debe añadirse que luego de la alternancia en el poder en el año 2000, ningún Presidente ha dado el paso a la democratización del Ejecutivo; ya sea vía la incorporación de titulares de secretarías de Estado en razón del peso electoral de los partidos políticos; vía mayores controles en las designaciones a través de la figura de la ratificación del Congreso; o incluso de manera mucho más profunda, vía la separación de la jefatura del Estado y la jefatura del Gobierno, y una transición hacia un régimen semi parlamentario.
En las condiciones en que estamos, pensar en lo anterior se percibe incluso utópico; pero lo cierto es que si no avanzamos hacia esa dirección continuaremos padeciendo gobiernos mediocres y la situación realmente tiránica de no tener más opción que validar en las urnas las candidaturas que están decididas desde las cúpulas del poder.