Por Alberto Vizcarra Ozuna
Al cumplirse cincuenta y nueve años del asesinato del presidente norteamericano John F. Kennedy, no es exagerado afirmar que el mundo no se ha recuperado de las heridas morales, económicas y políticas que aquel magnicidio le ocasionó. Se puede decir que las cosas terribles que hoy nos aquejan, incluyendo la amenaza de una tercera guerra mundial, permanecen como consecuencia de que, todas las vertientes del mal, cronometraron su despliegue y se dieron cita aquel 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas, para quitar del camino al hombre que había incurrido en la osadía de desafiar los propósitos oligárquicos de una elite financiera adicta a la dominación colonialista y a la guerra.
Y en efecto, el asesinato del presidente Kennedy, le dio paso a un remolino de crímenes políticos, al parecer imprescindibles en el propósito de eliminar toda resistencia a la idea de hacer de los Estados Unidos una extensión de la política imperial británica. Después del asesinato del presidente (1963), y en menos de un lustro, asesinan a Malcom X, a Martin Luther King y Robert Kennedy. Dejar sin liderazgo a los Estados Unidos y en la orfandad moral fue el cometido de este episodio de crímenes políticos. Con el mensaje brutal: quien desafíe al establishment, lo matamos.
Los tiempos de guerra que vivimos en la actualidad y la amenaza latente de que el conflicto militar sustituto entre Rusia y Ucrania, derive en un enfrentamiento nuclear global, agigantan la memoria del presidente Kennedy, quien tuvo la entereza y la sabiduría para sacar a los Estados Unidos de los carriles de la guerra y abrir un horizonte prometedor de cooperación con la entonces Unión Soviética. Son lecciones frescas cuya grandeza hacen ver la peligrosa pequeñez moral de quien ahora ocupa la presidencia de los Estados Unidos.
No son pocos los expertos que han referido las similitudes entre la denominada “crisis de los misiles cubanos” -cuando la Unión Soviética y los Estados Unidos estuvieron a segundos de enfrascarse en una guerra nuclear- con la tensión provocada por el expansionismo de la OTAN en la Europa del Este, que derivó en el conflicto militar entre Rusia y Ucrania. Pudiera decirse que las capacidades nucleares destructivas son mayores ahora que a principios de los años sesenta, pero en ambas circunstancias la eventual destrucción y colapso ecológico del planeta es la misma.
Lo que parece muy distinto en nuestros días, es que las elites gobernantes de occidente, no han tenido los oídos que tuvo el presidente Kennedy, para escuchar el mensaje ruso y desescalar el escenario extremo de confrontación. Kennedy no sucumbió ante las presiones del estamento militar y de los intereses geopolíticos, que después de los desplantes innecesarios de terror nuclear sobre Hiroshima y Nagazaki, presumían superioridad militar absoluta y estimaban el momento como la hora adecuada para someter a la entonces Unión Soviética.
La firmeza de Kennedy se sostuvo en dos frentes: le advirtió a los soviéticos que no aceptaría la instalación de misiles nucleares rusos en Cuba, pues no les daría esa ventaja estratégica apabullante y al mismo tiempo encaró al aparato belicista interno que a grito abierto pedía el bombardeo y la invasión militar a Cuba. Para ello estableció un perímetro marítimo, sobre Cuba, con el que se advertía que ninguna embarcación rusa podría cruzarlo bajo la amenaza de ser atacada militarmente por fuerzas norteamericanas, al tiempo que daba los espacios para la retirada de los adversarios.
Esa mesurada pero determinante postura, llevó a Nikita Kruschev, dirigente del estado soviético, a aceptar la negociación y así se cierra el capítulo crítico de la “crisis de los misiles cubanos”. El paso por aquel episodio oscuro, le dio lugar a destellos de luz que vistos en retrospectiva tienen una poderosa vigencia en la tarea de sacar al mundo del tubo que actualmente lo conduce a la guerra.
Como lo reconoce el historiador norteamericano, Peter Kuznick, la crisis de los misiles en cuba es un momento crucial, un punto de inflexión. También un punto de quiebre en la mente de Kennedy y de Kruschev. Después de aquel momento aterrador, el dirigente Ruso le escribe una carta al presidente Kennedy en la que dice: “El mal ha hecho algún bien. Nuestra gente ha sentido de cerca las llamas de la guerra termonuclear. Saquemos ventaja de eso. Eliminemos cualquier foco de conflicto entre nosotros que pueda llevarnos a otra crisis de este tipo. Detengamos todos los ensayos nucleares. Eliminemos todos los problemas que haya entre nosotros. Desactivemos los bloques militares. Desactivemos la OTAN. Deshagamos el Pacto de Varsovia”.
La gran lección histórica, es que tanto Kennedy como Kruschev, entendieron que ya inmersos en una dinámica de guerra, a pesar de los esfuerzos que se hagan para evitarla, se entra en un territorio en el que los errores de cálculo empujan a la pérdida del control y la catástrofe resulta inevitable. De aquella catarsis deviene un gran acercamiento entre Rusia y los Estados Unidos: se firma el primer tratado para el control de armas nucleares y la prohibición parcial de ensayos en la atmósfera, en el espacio exterior y bajo el agua. Y luego Kennedy traza el proyecto de una misión conjunta en la exploración espacial, destacando que no había razón para competir con la Unión Soviética “sobre quién es el primero en llegar al espacio, cuando podemos trabajar juntos para poner a un hombre en la luna”. Fueron los propósitos con los que después, en junio de 1963, estaría exigiendo el fin de la guerra fría.
La memorable carta de Kruschev a Kennedy, bien puede ser equiparada a los actuales llamados de Rusia y China para que la presidencia de los Estados Unidos, salga del cautiverio a la que lo tienen sometida los mismos intereses que pusieron al mundo al borde del precipicio en 1962 y lo tienen ahora en las puertas del Armagedón nuclear. La vida de Kennedy es una memoria ardiente que alberga esa posibilidad.