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El Diccionario de la Lengua Española define a la voz “masacre” como: “Matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida”. Esta definición es útil en el contexto nacional, porque en la retórica gubernamental en torno a la seguridad pública, se habla recurrentemente de que en nuestro país ya no hay tales eventos, restringiendo su definición a aquellas perpetradas por fuerzas públicas.

De acuerdo con la información que presenta la organización Causa en Común, A.C., entre el primero de enero y el 31 de agosto de 2022 se han encontrado en México 194 fosas clandestinas; 562 casos de mutilación, descuartizamiento y destrucción de cadáveres; 168 casos de calcinamiento de seres humanos; 15 casos de linchamiento; y 342 masacres (un promedio de 1.4 casos por día). Después de agosto, la última registrada ocurrió en el municipio de Tarimoro, Guanajuato, donde fueron asesinadas 10 personas dentro de un billar, con escenarios similares en Veracruz y Zacatecas.

Es evidente que esos datos están relacionados entre sí, y son el resultado de la cruenta disputa territorial que mantienen los cárteles y grupos de crimen organizado entre sí. Pero reducir o limitar la respuesta de la autoridad a esa dimensión implica negar que la capacidad operativa de la delincuencia se mantiene no sólo intacta, sino al parecer, crece y se expande.

Ante tal escenario la pregunta obligada es: ¿Qué es lo que ocurre antes y después de una masacre? Es decir, las masacres son el resultado de un conjunto de decisiones y tácticas de la delincuencia organizada que implica un alto nivel de precisión, no sólo para lograr su objetivo sino, ante todo, para salir impunes.

Cuesta imaginar el despliegue operativo que se requiere para lograr un objetivo tan siniestro como enorme: porque exige de personas entrenadas para matar, equipamiento, capacidad de comunicación instantánea, inteligencia para saber cuándo y dónde se encuentran sus objetivos y cuándo y dónde se encuentran más vulnerables.

Es sumamente peligroso para el país seguir asumiendo que el tema sigue siendo un mero, “se están matando entre ellos”, como si no fuese un hecho que ese “ellos” implica a personas que son ciudadanos mexicanos y que por diversas razones han decidido amenazar y desafiar al Estado mexicano, en tanto que sus actividades suponen el control, al menos parcial del territorio, así como la corrupción, ya sea por acción u omisión de las autoridades locales.

Asumir que “se matan entre delincuentes”, constituye una renuncia al proceso civilizatorio que deberíamos tener como objetivo mayor: construir una sociedad en paz, con justicia, dignidad y oportunidades reales de desarrollo para todas y todos. Porque implica renunciar a la idea de que todas las vidas humanas deben ser protegidas y que se puede erradicar la violencia.

En ese mismo sentido, al asumir que los asesinatos son de integrantes de bandas delincuenciales, puede llevar, por un lado, a legitimar al asesinato como mecanismo para dirimir conflictos, y por el otro, más grave aún, a criminalizar a las víctimas, pues aún cuando todos los muertos hubiesen sido delincuentes, no deberían estar muertos por causa violenta, sino detenidos y procesados, y en su caso, purgando penas en un sistema penitenciario capaz de reintegrar socialmente a quienes hayan delinquido.

Sin embargo, no tenemos consolidado nada de lo anterior mientras que el tiempo apremia porque si nuestra democracia enfrenta enormes retos para su consolidación, uno de los mayores está precisamente en la amenaza permanente al Estado de Derecho del crimen organizado.

El Gobierno de la República asegura que la disminución en el número de homicidios dolosos en el 2022 es resultado de su estrategia de seguridad. Pero lo mismo se afirmó en la administración previa, cuando en sus primeros tres años se registró un descenso importante en el número anual de víctimas. Así visto, aún concediendo lo anterior, lo cierto es que ante las atrocidades que ocurren a diario, la ciudadanía vive con cada vez más miedo y con la sensación de que en cualquier momento nos puede ocurrir, a cualquiera, estar “en el momento equivocado”, en “el lugar equivocado”.

Es evidente también que eso es lo que buscan los grupos delincuenciales. Y por ello elevan cada vez más la crueldad de sus métodos, pero también su capacidad de exhibición de fuerza y poderío, porque ante el hecho de que circulen exhibiendo armamento por carreteras altamente transitadas, asesinar en medio de zonas urbanas, y escabullirse sin que nadie les pueda detener, lo que le queda claro a la ciudadanía es quién manda y cómo lo hace en sus localidades.

Por donde se vea, estamos ante una auténtica tragedia nacional. Porque no hemos dimensionado todavía cuál es el impacto que estos eventos tienen en las localidades. ¿Qué vida llevan las y los sobrevivientes? ¿Cuáles son las garantías de no repetición desde el Estado? Y más: ¿Cómo se restituyen condiciones de paz y cómo pueden reconciliarse a las comunidades donde la disputa criminal ha llevado también a la disputa personalísima entre víctimas y victimarios?

Las masacres son también, y no debe dejarse de lado, auténticos actos de la peor propaganda posible, porque si hay una figura que puede serle asociada es la de la aniquilación, la posibilidad del extermino de los cercanos; y eso sin duda hace palidecer a cualquiera.

Por ello tenemos la responsabilidad de seguir documentando el terror, para estar en posibilidad de dejar testimonio de los tiempos en que la lógica de lo grotesco se apoderó de las calles de México y, sobre todo, para seguir exigiendo que todas las autoridades, en todos sus niveles, hagan lo necesario para evitar que la muerte siga campeando, en sus peores y más horrendas formas.

No se puede asumir que la tragedia es el destino inevitable para México; por ello todas y todos debemos convocarnos, unos a otros, a reflexionar mesuradamente y a tomar acción a favor de la paz, pues a pesar de todo, como lo plantearía el filósofo George Steiner, tenemos derecho a todo, excepto a renunciar a la esperanza.

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