“He oído los mismos argumentos de siempre en estas semanas, en estos
meses que han precedido a la victoria. Lula, por ser de izquierdas,
es un izquierdista, y por ser popular, es un populista. Si hubiera sido de
derecha, habría recibido el calificativo de hombre de centro y popular”
Felipe González Márquez *
El epígrafe de este artículo fue tomado de un texto del expresidente de España, Felipe González Márquez, publicado en el periódico El País dos días después de la primera elección de Luiz Inácio Lula da Silva como presidente de Brasil, el 27 de octubre de 2002. Parece increíble que, a veinte años de distancia y luego de los dos exitosos periodos de gobierno de Lula, este comentario sirva para describir en buena medida la campaña de ataques a su candidatura para la elección presidencial de este año.
Esta fue la sexta campaña presidencial de Lula. En su primer intento por llegar a la presidencia de Brasil, en 1989, se quedó a unos cuantos puntos del triunfador en la segunda vuelta, con el 47% de los votos. Luego de tres intentos fallidos (1989, 1994 y 1998), en la segunda vuelta de las elecciones de 2002 logró ganar con el 61% de la votación. En 2006 nuevamente ganó la elección, también en la segunda vuelta, con poco más del 60% de los votos.
El balance de los gobiernos de Lula fue muy positivo en materia de finanzas públicas y de bienestar social. El fortalecimiento del sector externo de la economía brasileña y una política macroeconómica exitosa -ortodoxa, según los analistas- le permitieron mantener un superávit fiscal superior al exigido por el Fondo Monetario Internacional (FMI).
En 2005, durante el tercer año de su primer gobierno y dos años antes de lo planeado, Brasil liquidó su deuda con el FMI; esto fue bien recibido por la comunidad financiera internacional y mereció la felicitación de su director gerente, Rodrigo Rato. Cuenta Lula que cuando le planteó a Rato el tema de la liquidación, este le dijo: “No, presidente Lula, el Fondo quiere a Brasil, el Fondo no tiene problemas con Brasil”.
En los ocho años de gobierno de Lula -de 2003 a 2010- Brasil cuadruplicó su Producto Interno Bruto (PIB): pasó, en números redondos, de 500 mil millones de dólares en 2002 a 2.2 billones de dólares en 2010. En 2021 el PIB de Brasil había caído a solo 1.6 billones de dólares. Lo más significativo es que, como consecuencia de la exitosa política social de los gobiernos de Lula, el crecimiento del PIB se tradujo en una importante disminución de las brechas de desigualdad.
Lula se planteó como el principal objetivo de sus gobiernos, reducir significativamente los niveles de pobreza y de desigualdad en Brasil. Cuando llegó al gobierno, 54 millones de personas padecían hambre. Lula dijo: “si termino mi mandato y todo brasileño desayuna, almuerza y cena, habré cumplido la meta de mi vida”. Los resultados de sus exitosos programas sociales “Bolsa Familia”, “Hambre Cero” y “Mi Casa, Mi Vida”, dirigidos a familias en situación de pobreza y pobreza extrema, le permitieron acercarse a su meta: 36 millones de personas salieron de la pobreza y otros 40 millones pasaron de la pobreza a la clase media baja.
Considerado como un presidente que encabezó un gobierno de “izquierda responsable”, mereció el reconocimiento de líderes políticos como el primer ministro del Reino Unido, Tony Blair, y el presidente estadounidense, Barack Obama, y terminó su segundo mandato con una aprobación de 87%. En 2010, el Foro Económico Mundial de Davos le otorgó el “Premio al Estadista Global” por su contribución a mejorar el estado del mundo, su compromiso con los actores globales, su lucha contra la pobreza y la búsqueda de la justicia social y por colocar a Brasil a la vanguardia del crecimiento económico global, según las palabras del fundador y presidente ejecutivo del Foro, Klaus Schwab.
Por eso resulta increíble que las descalificaciones utilizadas por la derecha para denostar la candidatura de Lula en el año 2022 busquen sustentarse en los mismos supuestos “riesgos” para la economía brasileña, si gana Lula. Las mismas falacias que se usaron hace dos décadas y que, a juzgar por los resultados de sus gobiernos, ahora son no solo insostenibles sino ofensivas para el electorado de Brasil.
Los gobiernos de Lula y de su sucesora Dilma Rousseff, ambos del Partido de los Trabajadores, no estuvieron exentos de escándalos de corrupción. Los dos que más afectaron la popularidad de ambos mandatarios fueron el “Mensalão”, un caso de corrupción política conocido como el “escándalo de las mensualidades” por los sobornos que recibían algunos parlamentarios durante el gobierno de Lula a cambio de sus votos en el Congreso, y “Lava Jato”, que implicó un esquema de corrupción, desvío de recursos y lavado de dinero desde la petrolera Petrobras, una sociedad anónima con participación estatal.
De cara a las elecciones presidenciales de Brasil en 2018 el propio Lula fue imputado en diversas causas penales. Pasó más de año y medio en la cárcel y fue liberado en 2019 luego de que sus condenas fueran anuladas y resultara absuelto en otros juicios en su contra, debido a violaciones a su derecho a la defensa, ausencia de pruebas y falta de imparcialidad del juez del caso Lava Jato, Sérgio Moro, a la postre ministro de justicia en el gobierno de Jair Bolsonaro.
A juzgar por el resultado de los procesos instaurados en su contra, es creíble la afirmación de Lula de que “no se estaba juzgando a una persona sino a un modelo de gobierno”. A todas luces, el objetivo inmediato de las imputaciones y de la ilegal condena en su contra, en 2017, fue descalificar los logros de sus gobiernos e impedir que se presentara a las elecciones de 2018, con lo que se allanó el camino de Bolsonaro a la presidencia de Brasil.
El triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva en la elección presidencial de este año debiera ser visto como una muy buena noticia no solo para las y los brasileños, sino para América Latina y el mundo. Significaría el triunfo de un político de izquierda, coherente, ajeno a la polarización y con un programa progresista de gobierno. Lula ha dicho que “la política no necesita groserías”; que “hay que ser duro, pero con finura”; y que “no hace falta llamar al otro, canalla, ladrón, bandido”. Una lección que convendría que asumieran algunas y algunos de los aspirantes a competir en las elecciones federales y locales en nuestro país en 2024.
Para Brasil, el triunfo de Lula representaría más inversión pública para las políticas sociales que ya demostraron ser exitosas y que permitieron garantizar derechos sociales y laborales en un contexto de crecimiento económico y prosperidad con una mejor distribución del ingreso y de la riqueza.
Para América Latina sería dar otro paso hacia la conformación de un bloque de gobiernos de izquierda, democráticos y con una agenda efectivamente progresista, como lo han sido recientemente los de Mujica en Uruguay y Lagos y Bachelet en Chile y como seguramente lo serán los de Boric en Chile y Petro en Colombia.
Para el mundo significaría abrir el camino hacia una economía verde en Brasil que permita frenar la deforestación de la Amazonia. Permitiría, además, cerrarle el paso a los populistas de derechas y sería una lección para quienes, aún después de Bolsonaro, Trump, Johnson y compañía, apuestan por candidatas y candidatos con ese perfil, como alternativa a los populistas de izquierdas o a gobiernos fallidos que se autocalifican de izquierda sin serlo, sin darse cuenta de que esa no es la solución, sino una salida falsa que resultará tan o más gravosa y que una vez en el poder será difícil que acepten dejarlo.
* Fue presidente de España entre 1982 y 1996