Por Jorge Alcocer para Voz y Voto
En los años que han transcurrido del actual sexenio hemos visto, de manera casi tangible, la restauración de las formas más anacrónicas y extremas del presidencialismo autoritario. Contra toda previsión, la restauración se produjo de manera rápida y profunda al influjo de dos hechos: la recuperación de la mayoría absoluta por el partido gobernante en ambas Cámaras del Congreso de la Unión, y la casi desaparición de las nociones básicas de lo que es el gobierno, en tanto que praxis colegiada, suplantada por la voluntad de un solo hombre, el presidente de la República.
La demolición sistemática de normas e instituciones ha sido la constante en los años del obradorismo. El culto a la personalidad, o a la falta de ella, se enmascara en la cháchara hueca de una “cuarta transformación” que postula colocar a su jefe y guía a la altura de Hidalgo, Juárez y Madero. Los sueños de grandeza del inquilino de Palacio han derivado en delirio de persecución. Quien no está con él, esta contra él.
Quienes pensamos que desde adentro del gobierno obradorista sería posible encauzar una transformación democrática y con sentido social del gobierno, poner alto a la corrupción y recuperar la seguridad pública, a lo más que llegamos fue a detener, o atemperar, en un primer momento, los reflejos destructivos del jefe de la 4T. El espacio para la moderación se cerró de manera abrupta después de la elección intermedia de 2021, cuyo resultado fue leído como aviso premonitorio, o como dolorosa derrota en el caso de la Ciudad de México.
“Me voy a radicalizar”, fue la expresión con la que -cuentan algunos- López Obrador explicó a sus allegados el viraje que puso en práctica a partir de mediados del 2021. Desde entonces no ha dejado pasar semana sin declarar o hacer algo para extremar la polarización, cohesionar a sus huestes y dividir a sus adversarios. En la 4T de fin de sexenio no hay lugar para los débiles, menos aún para los críticos o disidentes. La lealtad al líder tiene como forma única de expresión repetir, cual eco distorsionado, lo que de su boca sale. La anticipada sucesión presidencial semeja el juego pueril, lo que hace la mano hace la tras.
En ese contexto, la tardía y contrahecha reforma electoral fue presentada como un escalón final del radicalismo. Los sacerdotes de la 4T requieren demonios para exorcizar. El INE fue convertido en uno de ellos. Cabe suponer que en los cálculos del presidente y su círculo más cercano nunca estuvo alcanzar los votos para sacar adelante su iniciativa de reforma constitucional electoral, que proponía, entre otras ocurrencias, desaparecer el INE. En cambio, si parecen haber confiado en que, con una pequeña ayuda de cuatro votos, en la Corte salvarían su plan B, aprobado por la mayoría a troche y moche.
Ese cálculo fue el que ayer se empezó a derrumbar. Las presiones y descalificaciones lanzadas desde el gobierno y sus voceros contra las y los ministros de la SCJN, salvo las dos que le son fieles hasta la ignominia, tuvieron un efecto contrario al que sus autores pretendían alcanzar. Ante la prepotencia y groserías del Poder Ejecutivo, la cabeza del Poder Judicial se levantó y puso un primer alto al abuso de la mayoría. Las reacciones inmediatas desde Bucareli y Morena son una expresión extrema del desvarío autoritario que marca el fin de sexenio.
Falta la segunda parte de este episodio. El Plan B no ha sido derrotado por completo. En los próximos días será el debate y votación del proyecto del ministro Laynez sobre el paquete que integran cuatro leyes electorales, aprobadas en la misma sesión de la Cámara de Diputados que ayer fue considerada violatoria de los principios constitucionales que rigen el funcionamiento del Poder Legislativo. Esas reformas están suspendidas, pero aún penden, como espada de Damocles, sobre el sistema electoral que entre todos edificamos a lo largo de casi medio siglo.
Por eso es necesario mantener el respaldo social y de opinión pública a la SCJN -como institución, y a los 9 ministros y ministras que con sus argumentos y votos ayer, 8 de mayo, reivindicaron, para bien de México, la dignidad del Poder Judicial y su función de garantes de la vigencia y vigor del orden constitucional.
Que la división y equilibrio de poderes establecido en nuestra Constitución sea el límite infranqueable del autoritarismo.