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La dimensión política de las desigualdades | Artículo

El informe que presentó recientemente OXFAM, a nivel internacional y para México no deja lugar a dudas: el inmoral proceso de concentración de la riqueza se aceleró y profundizó a partir de la emergencia económica y sanitaria provocada por la pandemia de la COVID19. En efecto, los mil millonarios incrementaron sus riquezas de manera histórica, mientras que la mayoría no sólo perdió ingresos, salarios y empleos, sino que además millones de familias tuvieron que vender parte o la totalidad de sus activos.

Esta cuestión relativa a la desigualdad se ha enfocado predominantemente desde la perspectiva de la economía, haciendo énfasis en la necesidad de llevar a cabo una reforma fiscal. Al respecto se han presentado numerosos e interesantes modelos de reforma que permitirían llevar a cabo una reforma progresiva que permitiera superar la llamada “anemia fiscal del Estado”.

Sin embargo, lo que no se ha discutido de forma suficiente y con la profundidad requerida, es la urgencia de construir un debate político en torno a la desigualdad y el papel del Estado como rector efectivo del desarrollo, tal como lo manda nuestro texto constitucional, tanto en lo relativo a la planeación y ejercicio del gobierno, como sobre todas las cosas, al cumplimiento de los derechos humanos reconocidos en nuestra Carta Magna.

Si queremos modificar las estructuras que permiten los niveles de desigualdad que hoy tenemos, vamos a tener que enfrentar la realidad de la perniciosa influencia de los poderosos grupos empresariales, tanto en la arquitectura constitucional y legal, como en el diseño y operación de las instituciones y las políticas y programas públicos.

El actual gobierno de la República desperdició, desde esta óptica, una oportunidad de oro para utilizar toda la legitimidad democrática de que fue investido, para llevar a cabo profundas reformas en esta materia. Por el contrario, decidió desplegar una extraña estrategia moral, afirmando que era preferible actuar hacia el convencimiento y el “cambio de las conciencias” (cualquier cosa que eso signifique), y no la coacción estatal para un rediseño de la estructura fiscal del Estado como auténtico rector de la vida política y económica de la sociedad.

El discurso sobre el Estado de la Unión del presidente Joe Biden va en sentido totalmente contrario: no sólo ha denunciado el grosero proceso de aceleración de la concentración de la riqueza, sino que ha puesto en juego incluso la posibilidad de su reelección con el propósito de modificar tanto los montos como las formasen cómo se cobran los impuestos en los Estados Unidos de América.

La lección de ese tipo de decisiones, así como las que pueden aprenderse de otros países como los nórdicos -que son tan bien valorados en el discurso del titular del Ejecutivo-, es que no es con base en rifas, donaciones o conciencia moral como puede financiarse un Estado robusto y generador de bienestar, sino a través del ejercicio de la facultad y capacidad de recaudación, a través de esquemas de cobro progresivos, que permitan una redistribución justa de las tareas y los beneficios sociales.

El ex presidente Bill Clinton y sus asesores económicos pusieron de moda una frase en la década de los 90: “It’s the economy, stupid”, decían en aquellos años. Pero hoy, lo que queda claro es que no es la mano invisible del mercado la que puede solucionar nuestros más ingentes problemas, sino ante todo, la capacidad y la voluntad política para re-cimentar el pacto social, y con ello, la determinación de qué, cómo y cuánto aporta cada ciudadano, cada empresa y en general, cada componente del Estado nacional al proceso del desarrollo.

El principio de división de poderes tiene, al menos en nuestra estructura y diseño constitucional esa función: establecer un proceso parlamentario de toma de decisiones consensadas en torno al Presupuesto de Egresos de la Federación, el cual nunca ha dejado de ser el principal instrumento de la política económica del país; lo cual significa nada menos que el principal instrumento de decisión política del Estado.

Lamentablemente, la llamada transición democrática no nos ha conducido a la formación de bloques políticos en el Congreso, capaces de dialogar de forma responsable en torno a cómo generar un proceso de largo plazo que permita contar con los recursos necesarios para hacer cumplir la Constitución. Por el contrario, lo que se ha generado, desde al año de 1997 que se tiene un Congreso dividido, y hasta ahora, que se regresó a un esquema de arrolladora mayoría del partido dominante, es un esquema de reparto casi mafioso de los recursos fiscales del Estado, en beneficio de grupos e intereses políticos que poco o nada tienen que ver con el derecho al desarrollo integral que tenemos todas y todos los mexicanos.

Es claro que esta administración no ejercerá esa facultad; pero también es claro que, dado el estado de cosas, y dada la agudización y profundización de muchos de nuestros problemas y rezagos históricos, quien llegue a la presidencia de la República, así como el Congreso Federal, tendrán la ineludible responsabilidad de abordar la agenda de la desigualdad, sin evadir el obligado debate en torno a la dimensión política que tienen las estructuras que permiten que se reproduzcan, generación tras generación, las oprobiosas condiciones de injusticia social, y las otras injusticias, parafraseando al filósofo Julián Marías.

El pacto fiscal es reflejo inequívoco del pacto social. Una estructura diseñada para que los más ricos, que son una infinita minoría paguen muy poco; para que una inmensa mayoría de trabajadoras y trabajadores de ingresos medios lleven la mayor carga fiscal; y para que los más pobres dependan a perpetuidad de transferencias y programas de asistencia social, y no de trabajo digno y acceso a un sistema universal de protección social integral, resulta a todas luces inviable porque refleja precisamente el carácter depredador de un Estado que lejos de ser rector del desarrollo, siendo igualador de oportunidades y capacidades, se convierte en cómplice de quienes acaparan no sólo la riqueza, sino los principales espacios de representación, gobierno, acceso y permanencia al poder.

El autor es investigador del PUED-UNAM.

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