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Jardines invisibles – Proceso

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El cuadragésimo primer aniversario luctuoso de José Lezama Lima, este 9 de agosto, sólo puede servir para demostrar que sigue recorriendo mundo como lo hizo siempre, ya no desde la mesita que se conserva en su vieja casa de la calle Trocadero 162, sino desde cientos de cuadernos de tapas dobladas, de hojas sueltas surcadas con demasiada fuerza por lápices de punta roma y desde computadoras de última generación en asépticos cubículos. No quiero decir la cursilería de que vive en sus obras, sino que sus palabras continúan comportándose como si las persiguieran los nuevos relatos, poemas y ensayos de su autor.
Para mí es una fecha ineludible y pensé cómo traer al poeta al ámbito periodístico. Su relación con este oficio fue complicada, ya que él redactó las crónicas del rito faraónico y reportó el primer grito de la cerámica etrusca, pero necesariamente desplegó su arte verbal en periódicos y revistas.
El ensayista cubano Rafael Rojas se ha ocupado de enfatizar que no fue un sabio aislado de la sociedad ni perdido en las volutas del glifo –nosotros sí que nos perdemos–, sino también “un intelectual público y un pequeño empresario cultural. Fundador y director de cuatro revistas –Verbum (1937), Espuela de Plata (1939-41), Nadie parecía (1942-44) y Orígenes (1944-56)– desarrolló una política intelectual siempre subordinada a la preservación de la autonomía de una comunidad de escritores y artistas. Esa comunidad, generacional y culturalmente heterogénea, mal entendida como ciudad letrada ‘antivanguardista’, ‘nacionalista’ o ‘católica’, llegó a involucrarse, en grado poco reconocido, en la vida cultural cubana de los años cuarenta y cincuenta y en la opinión pública de la Isla en esas mismas décadas.” (“Política de Lezama”, Diario de Cuba, 20 de diciembre de 2010).
Añade Rojas: “Todas las revistas de Lezama fueron independientes del Estado: la primera fue una publicación universitaria y las tres siguientes, privadas. La más importante y duradera, Orígenes, fue financiada por el coeditor de la misma, el ensayista y crítico José Rodríguez Feo. Esa independencia le permitió a Lezama sostener una permanente posición crítica sobre el orden social y político de la Isla y, específicamente, sobre los gobiernos de Ramón Grau San Martín (1944-1948), Carlos Prío Socarrás (1948-1952) y Fulgencio Batista (1952-1958). No quiere decir esto que Lezama no haya negociado nunca con el poder: lo hizo, sobre todo en el periodo batistiano, pero siempre entendiendo la negociación como práctica y ritual de la autonomía.”
Desde la actual circunstancia del periodismo escrito, podemos adivinar la suerte de aquellas aventuras editoriales. Quisiéramos advertirle de la quiebra inevitable desde nuestro presente hasta su presente de joven soñador.
En cambio –sigamos con Rojas–, “la historia oficial recuerda, con frecuencia, que en 1954, en un editorial del número 35 de Orígenes por los diez años de la revista, Lezama habría rechazado una oferta de financiamiento del Instituto Nacional de Cultura del gobierno de Batista, entonces encabezado por Guillermo de Zéndegui. Es en aquella nota donde Lezama parece referirse a los políticos culturales del batistato cuando afirma: ‘estáis incapacitados vitalmente para admirar. Representáis el nihil admirari, escudo de las más viejas decadencias. Habéis hecho la casa con material deleznable, plomada para el simio y piedra de infiernillo’. Era la misma nota que anunciaba la salida de Rodríguez Feo de la revista y, por tanto, el agotamiento de su principal fuente de ingresos.”
No lo movió el puro valor o su ingenuidad de literato. Las ediciones facsimilares y las antologías de esas publicaciones demuestran que su actividad promotora rindió frutos extraordinarios para la cultura latinoamericana.
El narrador cubano Manuel Pereira, a quien entrevisté hace tiempo, me contó que Lezama Lima hablaba mal del periodismo, aunque en el ejemplo que me dio parecía ser únicamente porque el oficio absorbía a su gran amigo Gastón Baquero. Lamentaba que “se hubiera perdido un gran poeta por culpa del periodismo”.
Cuando Pereira conoció a su admirado Baquero en Madrid, en 1991, se lo contó y el aludido se rio estentóreo. “Lezama dice que se echó a perder por el periodismo porque Baquero fue jefe de redacción del Diario de la Marina, que era un periódico reaccionario, españolista, que existía en Cuba desde la Colonia”, explica Pereira.
Lo curioso es que Lezama Lima era columnista en el mismo diario.
Baquero se fue de la redacción y de Cuba el 19 de septiembre de 1959.
La imposible página de sociales
Entre las anécdotas que me relató Manuel Pereira, quiero retomar una. Sucedió en 1970, cuando La Habana conservaba, dice él, “el glamour de la puerta abierta”. Es decir, la gente mantenía ventanas y puertas abiertas para no morir de calor en sus habitaciones. “En Cuba la gente se te mete en la casa, toma tu café, se acuesta en tu cama. No es como aquí, que tienen normas de conducta más severas”, comenta, mientras yo pienso que aquí es igual, sólo que esa gente lo hace cuando uno está ausente y se lleva todo lo que puede vender.
Aquel año Fidel decidió que la isla tenía que producir 10 millones de toneladas de azúcar “y para eso movilizó a toda la población, incluidos cirujanos y bailarines… todo mundo a cortar caña. Estuvimos ahí. Al terminar hubo una especie de depresión nacional por el coñazo de que no se dieron los 10 sino que fueron ocho millones. No es una gran diferencia pero la cifra mágica era 10.”
Para mantener alto el ánimo popular, “Fidel o alguien del gobierno decidió que había que hacer uno de los carnavales más espectaculares de la historia de Cuba. Eso significa muchas luces, carrozas, farolas, comparsas”. En aquel tiempo Pereira era reportero de la revista Cuba Internacional, que dependía de la agencia Prensa Latina, y lo mandaron a cubrir esos festejos.
Como parte de su pesada responsabilidad, el joven escritor metido a reportero tuvo que entrar en una carroza llena de adornos fantásticos para entrevistar a una reina de carnaval y a su séquito de muchachas cuya piel brillaba más que las tímidas lentejuelas. Se hacían llamar La Estrella y sus Luceros.
En un descanso Pereira fue a casa de Lezama Lima, a quien ya frecuentaba y seguía su curso délfico de lecturas: una lista de libros que les abría a los discípulos del poeta el camino hacia la cualidad generatriz de la imagen. Pero la ventana y la puerta estaban abiertas. El aire que entraba era cálido pero traía notas nuevas. Atento a ellas, con su difícil respiración, el caracol de aquella concha captaba sonidos de oleaje, que de pronto se articulaban en música.
Pero de pronto escuchó esas frescas notas Pereira y por los ojos hilarantes de Lezama Lima advirtió un arribo centelleante: con algarabía giratoria llegó la carroza carnavalesca a la calle de Trocadero y se detuvo justo enfrente de la ventana. La acompañaban motociclistas con sirenas y rumbas en bocina.
El poeta debió aparentar que había comido de los frutos de Circe, no, los de Proserpina –que no eran los nombres de las danzantes– al ver cómo descendían Estrella y sus Luceros sin que dejaran distinguir a una de la otra las hileras de lentejuelas, ahora radiantes a la luz del alumbrado público. Para colmo, una de “aquellas muchachas jóvenes y bellísimas” reconoció al periodista y entró a saludarlo, otra a lo mismo y preguntó por el baño, otra pidió café cuando ya estaba sirviéndose y de pronto estaba toda la comparsa trocando en carnaval el coloquio de los literatos. Hasta entonces se explicó que una de las Luceros tenía un novio en la misma calle.
Podemos jurar que Lezama Lima no vio con lujuria a ninguna de las muchachas. Pero un derroche de imágenes y la vocinglería en la noche habanera le habrán traído consonancias con su poema “Noche insular: jardines invisibles”:
La mar violeta añora el nacimiento de los dioses
ya que nacer aquí es una fiesta innombrable,
un redoble de cortejos y tritones reinando.

carista@proceso.com.mx

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